sábado, octubre 29, 2005

La solución federal

ANTONIO ELORZA . Acaba de ser publicada la traducción española del libro de Stéphane Dion La política de la claridad, un conjunto de conferencias y ensayos en que el profesor canadiense examina una serie de aspectos en torno a la relación conflictiva entre el nacionalismo quebequés y el Estado federal. El profesor Dion fue ministro de Asuntos Intergubernamentales a partir de 1995, y su gestión supuso un nuevo giro para el tratamiento del separatismo que en ese mismo año había estado a punto de ganar un referéndum en que con una enrevesada pregunta se escondía la meta soberanista. Sus observaciones resultan perfectamente aplicables a la situación actual de España.
En primer término, Dion recomienda la claridad. El independentismo quebequés, lo mismo que el vasco o que el catalán, juega siempre dos bazas que le otorgan de entrada una ventaja decisiva en el juego político con el beneplácito de todos los demócratas. La primera, dar por supuesto que sus exigencias son algo natural -"de sentit comú", como diría mi amigo Miquel Caminal-, y que conciernen exclusivamente al sujeto político definido por los nacionalistas. La segunda que, en consecuencia, tienen perfecta capacidad para plantear sus propuestas en la forma que estimen oportuna, siempre lógicamente aquella que maximiza sus posibilidades de victoria. Dion se opone de modo tajante a esta pretensión que constituye en sí misma una manipulación inaceptable de las reglas democráticas. Si alguien plantea la independencia, o la formación de un Estado asociado, esos serán los términos del referéndum, no "una soberanía en el caso de que no sea aceptado..." o una "convivencia amable" con España desde el estatus de libre asociación. Para el caso catalán, si alguien plantea, como en el proyecto de "nou Estatut" que España es un Estado plurinacional, sin siquiera subrayar que la nación catalana forma parte del mismo, la propuesta de organización federal concierne a ese Estado externo a Cataluña, cuya relación será de bilateralidad. Pero el tema es demasiado grave como para encerrar su debate en las definiciones, rodeadas de eufemismos. Cabe exigir nitidez en los planteamientos.
La otra observación del ministro canadiense se refiere a las demandas nacionalistas. Aun cuando obtuvieran respaldo en el espacio político de origen, no pueden darse por buena sin más su aceptación si afectan a los derechos de los demás componentes del Estado. Es el caso de la financiación planteado en el Estatut. El cambio del régimen actual puede ser necesario; su solución ha de alcanzarse siempre más allá de la bilateralidad. Por supuesto, la insólita pretensión de que la autodeterminación es algo natural -en democracia, habría de leerse desde el otro ángulo: como rechazo al uso de la fuerza ante una secesión- se regularía siempre en relación a las relaciones constitucionales preestablecidas. Más aún si recordamos que la consideración de Cataluña y Euskadi como naciones exentas responde a un mito nacionalista, no a la realidad sociológica, política, cultural e histórica de ambas naciones respecto a la nación española, a la niegan unas veces, e ignoran otras (como ocurre recurrentemente en el proyecto de Estatut).
En la línea de Dion, la consecuencia es obvia de cara a la cuestión que va a ser abordada el día 2 en las Cortes. Los partidarios de defender abiertamente la persistencia del Estado democrático en España, tanto frente a tendencias secesionistas como disgregadoras, han de asumir un papel activo en el proceso, no limitarse, como con distintos contenidos están haciendo Zapatero y Rajoy, el Gobierno y el PP, a servir de filtro o de frontón ante la reivindicación nacionalista. No se trata, como en el caso del segundo, de alzar una barrera en nombre de una no menos mítica España. Tampoco, caso de Zapatero, de ver si encaja o no este punto en la letra de la Constitución, sino de hacer una valoración, más allá del contraste formal, con lo que representa la exigencia de cohesión del Estado. El peligro no reside en el aspecto cuantitativo de las transferencias, sino en el cualitativo, lo que desde la economía a la cultura, afecte a la supervivencia de un Estado viable, que además desde 1978 está funcionando razonablemente bien con todos y para todos. Apuntando hacia la mejor salida: una España federal.

González critica aspectos del Estatut pero rechaza el alarmismo de Aznar


CARMEN DEL RIEGO / JOSÉ MARÍA BRUNET . Por primera vez, el ex presidente del Gobierno Felipe González se pronunció sobre la propuesta de reforma del Estatut de Catalunya y lo hizo de manera tan crítica como serena. A González no le gustan algunos aspectos de la propuesta catalana, pero no cree que la unidad de España corra ningún peligro, por lo que reclamó responsabilidad y sosiego para evitar enfrentamientos. Lo dijo el mismo día en que José María Aznar proclamó que el Parlament ha aprobado el "Estatut de la división". Las afirmaciones del ex presidente popular se produjeron en un acto de su fundación, la FAES, que analizó las consecuencias económicas del Estatut, y en el que Aznar - junto a Mariano Rajoy, cuya posición avaló y elogió- vaticinó "deslocalizaciones, decadencia y la quiebra de la prosperidad" si se aprueba el Estatut. Por su parte, el ex presidente Felipe González lanzó una clara advertencia sobre la necesidad de hilar fino en el debate parlamentario del Estatut, porque "si se hace mal" se va a resentir la cohesión del país. González manifestó el criterio de que no existe riesgo para la unidad de España, pero sí para el buen funcionamiento de sus administraciones. "Lo que puede estar en riesgo, si se hace mal - prosiguió el ex presidente del primer gobierno socialista-, es una vertebración eficiente del espacio público que compartimos para que sean más fuertes las comunidades, que son parte, y más fuerte todo, que es el Gobierno central representando al conjunto de los españoles". González se expresó en ese sentido durante su intervención en el primer encuentro de la Fundación Atman sobre el diálogo entre culturas y civilizaciones. "La pregunta que me han hecho y he eludido hasta ahora - dijo- es si me gustaba el Estatuto. La propuesta de Estatuto no me parece buena, por tanto no me gusta, pero la considero una propuesta". González combinó, en suma, la crítica al contenido del Estatut con la conformidad de que se debata en el Congreso, precisamente por su carácter de proposición aprobada por el Parlament para su posterior discusión en las Cortes. Paralelamente, el ex presidente González lanzó un llamamiento a reconducir el debate con serenidad y a dejar de crispar a la sociedad española. "Todo el mundo va a decir que no pretende eso, que no lo intenta - afirmó-; pues bien, los líderes políticos, sobre todo los que están en activo y no los jubilados como yo, tienen una enorme responsabilidad sobre los estados de ánimo de los ciudadanos". González dijo también que "no se puede crear de ninguna manera ni siquiera un atisbo de enfrentamiento" entre las comunidades autónomas. "Eso hay que evitarlo - añadió-, hay que sosegar por tanto el debate, no descalificar, no insultar, sino dar argumentos". Por el contrario, Aznar hizo un análisis demoledor de las consecuencias de la aprobación del Estatut, por lo que se ratificó en su visión de que supone un cambio de régimen: "Es un desafío a la sociedad española, un ataque a nuestro modelo de convivencia, una ruptura de la Constitución, y un cambio de régimen político". El presidente de la FAES ve en el texto "un intento de dinamitar las reglas pactadas en 1978" y confesó asistir atónito "al primer caso de un Gobierno que trabaja a favor de la desaparición de sus competencias y de su propia razón de existir". En cuanto a las consecuencias económicas, fue más contundente: "Habrá un impacto en las cuentas de resultados de las empresas y en las cuentas corrientes de los trabajadores" por su profundo intervencionismo. La principal preocupación de Aznar es el intervencionismo del texto, que, a su juicio, sólo permite "una política económica determinada, no precisamente liberal". El ex presidente destacó sus "ecos de autarquía y sociedades cerradas", ya que es "un Estatut de la división que perjudicará gravemente a la gran mayoría de los catalanes", a los que aseguró que "coartará su libertad". Aznar rechazó de plano que se ponga como excusa del Estatut la necesidad de mejorar la financiación, porque, dijo, en el 2001, su Gobierno "aprobó la mejora más importante de la financiación de Catalunya" y lo consiguió "por consenso y sin privilegios". El ex presidente acabó su discurso con un espaldarazo a la política de Rajoy, que consideró acertada, y le agradeció que sea "el líder de la mayoría de los españoles que rechazan lo que el Gobierno está haciendo". Ylo elogió porque "es bueno que haya alguien que conserve el sentido común, el sentido histórico y el sentido del patriotismo". Por su parte, el presidente de la Junta de Andalucía y del PSOE, Manuel Chaves, expresó su respaldo al llamamiento de Felipe González a la calma en el debate territorial, y reclamó especialmente a los líderes del PP que sean receptivos a este tipo de mensajes. Chaves señaló que el debate sobre el Estatut "no es una carrera para ver quién defiende más y mejor a España", y pidió que un proyecto como el del Parlament pueda debatirse y tramitarse en el Congreso, "donde reside la soberanía nacional". El presidente andaluz pidió que "se midan muy bien las palabras", porque España "ni se hunde ni se fractura". Chaves dijo que "éste es un país fiable y hay que ser muy prudente y moderado en las declaraciones y en la actitud".

El pendón oral de la derecha

EL PERIODICO. ANA MARIA MOIX . Me abstengo de hablar del nuevo Estatut de Catalunya, de sus posibles bondades y de sus supuestas incompatibilidades con la sacrosanta Constitución. El Estatut, tanto el nuevo como el anterior, es un instrumento de trabajo conformado por un cúmulo de normas legislativas redactadas en un código lingüístico que no está a mi alcance interpretativo. Son las gentes dedicadas al ámbito del derecho constitucional quienes deberán considerar su pertinencia o, en caso contrario, su errónea naturaleza y, posteriormente, traducirnos, a la ciudadanía, su significado real con ayuda de los políticos que lo han propulsado y se dispongan a defenderlo, o de los que, disconformes con su contenido, emprendan la cruzada de rechazarlo.

Y ahí, en esa supuesta ayuda por parte de los políticos, radica lo peor del asunto. Los políticos, que deberían estar iniciando ya una profunda y seria labor de pedagogía explicando, de manera clara y exenta de maniqueísmos, qué significa el nuevo Estatut y la reforma de la financiación, están más implicados en "sus labores", las encaminadas a los intereses de sus propios partidos o a los de sus meras personas, que en las que representen algún beneficio para el ciudadano.


La seriedad de la reforma estructural de lo que hasta ahora conocemos por España es, en verdad, enorme. La importancia de la discusión que se anuncia es tal que, francamente, da miedo.No por la naturaleza del proyecto, sino por la de los personajes que habrán de intervenir en dicha discusión. Personajes, la mayor parte de los políticos sentados en los bancos del Congreso de los Diputados de Madrid, a los que, de pronto, cual niños de familia rica, les ha caído en las manos un juguete caro, de importación, que no saben como funciona, aunque crean que lo dominan, y que les puede explotar en las manos o hacer con él lo que es también propio de niños malcriados cuando se aburren ya del objeto con el que les han obsequiado y ya no saben qué hacer con él: reventarlo y decir a los mayores que lo ha destrozado el vecino de al lado.

El Govern de la Generalitat de Catalunya, el tripartito, al presentar a trámite a la Mesa del Congreso del proyecto de Estatut, ha actuado como si esto, España, fuera Suecia, olvidando que vivimos en "un país de cabreros", como escribiera Jaime Gil de Biedma. Un "país de cabreros" donde, me permito añadir, todo el mundo lleva su manual de la Inquisición bajo el brazo y no duda en vociferarlo a los cuatro vientos con toda irresponsabilidad e impunidad.

EL "NO, NO Y NO" a todo cambio, ya sea social o político, es el pendón oral de esa gran parte cavernícola del país para la que una propuesta de diálogo supone una declaración de guerra. En cualquier país civilizado, no ya un Parlamento de una comunidad que lo integre --como Catalunya--, sino un grupo de ciudadanos del talante ideológico que sea puede permitirse presentar un proyecto de ley al Congreso de la nación sin que nadie llame a la confrontación civil (que es lo que está haciendo el Partido Popular y algún que otro medio de comunicación, sobre todo de los que envenenan a la ciudadanía por las ondas).

Aquí, líderes de partidos que arrastran a millones de ciudadanos a las urnas, militares, obispos, banqueros (es decir, las cabezas visibles de los poderes capitales) se han permitido vaticinar desmembraciones de estados, ruina económica, condenación de las almas y, lo más grave, odio entre pueblos que desencadenó la guerra del 36, antes de haber tenido tiempo ni de leer el proyecto del nuevo Estatut.

Entre las voces más envenenadas que se han alzado, se alzan y se seguirán alzando, las más peligrosas (aparte de las de los líderes del Partido Popular) son, justamente, las de una emisora de radio financiada por la Santa Madre Iglesia española, que no descansa, ni de día ni de noche, sembrando ese odio que, dicen ellos, va a desencadenar el nuevo Estatut de Catalunya. No comprendo cómo a esa emisora de radio y a sus más insidiosos voceros no se les aplica la ley antiterrorista: están sembrando más odio, están predicando más segregación, están envileciendo al ciudadano más que todos los periódicos vascos clausurados por el Gobierno.

SIN EMBARGO, tanta irresponsabilidad por parte de unos y otros, tanto extraño afán por sembrar la confusión, es menos moralmente grave --y es mucho decir-- que la actitud de buena parte de la clase política española. Y se da por sentado que los líderes políticos se han de ocupar de los asuntos importantes que atañen a toda la población; pero, sin embargo, la verdad es que estos dirigentes aprovechan cualquier problema nacional, por muy importante que sea, para barrer para su casa, es decir, para su partido, y lo que menos importa es el problema en sí mismo.

Pero que dentro de un mismo partido ocurra lo mismo es ya el colmo. Y eso es lo que está sucediendo en el PSOE. Que señores como José Bono, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, Manuel Chaves o Francisco Vázquez se pronuncien en contra del nuevo Estatut como lo están haciendo, con lenguaje tan cercano al de la oposición --a la que le están prestando un servicio imposible de pagar con dinero-- clama al cielo. Parece --malpensando-- que actúen por resentimiento contra José Luis Rodríguez Zapatero, pasándole cuentas atrasadas por haber sido él, y no ellos, el elegido como secretario general del PSOE y, por tanto, candidato a las elecciones que ganó. En fin, es para darles de comer aparte.

Se puede estar o no de acuerdo con el nuevo Estatut, pero anteponer el pendón oral del no al diálogo no es propio de gentes que figuran en un partido de izquierda.