miércoles, noviembre 30, 2005

El muelle flojo de Umbral




Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte

Incultura camuflada bajo la brillante escaramuza del estilo. En realidad nunca tuvo nada que decir.

Hace años tuve una polémica con Francisco Umbral que acabó cuando escribí un artículo titulado Sobre Borges y sobre gilipollas, donde el gilipollas no era Borges. Desde entonces, en lo que a mí se refiere, Umbral ha permanecido mudo; cosa que en un teclista con su logorrea –«escribe como mea», dijo de él Miguel Delibes– supone un prodigio de continencia. Pero el tiempo pasa, la edad termina aflojándole a uno el muelle, y ahora vuelve a meterme los dedos en la boca. El estilo, o sea. Al maestro de columnistas no le gusta mi estilo literario, y le sorprende que se lean mis novelas. También, de paso, le parece inexplicable que nadie lea las suyas, ni aquí ni en el extranjero. Que fuera de España no sepan quién es Francisco Umbral, eso dice tenerlo asumido: su prosa es tan perfecta, asegura, que resulta intraducible a otras lenguas cultas. Pero no vender aquí un libro lo lleva peor. No se lo explica, el maestro. Con su estilo. Así que voy a intentar explicárselo. Con el mío.

Francisco Umbral tiene –y nos lo recuerda a cada instante– la mejor prosa de España. También cultiva una imagen, más social que literaria, inspirada en el malditismo narcisista y la soledad del escritor incomprendido y genial. Pero eso es cuanto tiene. Nunca pisó una universidad como alumno, ni leyó un clásico, ni tuvo una formación que trascendiera la cita, el plagio entreverado y el picoteo de lo ajeno. La lectura tranquila de sus libros y columnas sólo revela frivolidad superficial, incultura camuflada bajo la brillante escaramuza del estilo. En realidad, Umbral nunca tuvo nada que decir. La idea, el comentario o el libro citados en abundancia aquí y allá –a menudo de forma incorrecta, como ocurre con Borges y la Biblia, entre otros– casi nunca provienen de lecturas directas, sino que delatan la tercería de la revista, suplemento cultural, antología o texto ajeno donde fueron espigados. Sospecho, además, que Umbral anda muy flojo de lenguas, lo mismo vivas que muertas, aunque para el estilo le baste con la que tan bien maneja. Y en cuanto a la gran novela básica, la que forma los cimientos de todo novelista sólido, su ignorancia resulta asombrosa en un escritor de tales pretensiones. Por eso resulta esclarecedor que, en sus innumerables intentos frustrados de novelar, mencione siempre con desprecio a Cervantes, Galdós, Dickens, Tolstoi, Dostoievski o Baroja, y entre los contemporáneos, a Marsé, Mújica Lainez o Vargas Llosa; o que cometa la bajeza de situar al honrado José Luis Sampedro o al dignísimo e impecable Luis Mateo Díez a la misma altura que a Mañas, el chico del Kronen. En esa línea, las universidades sólo valen para algo cuando invitan a Umbral, y le pagan. Igual que los premios literarios, el Cervantes o la Real Academia: sólo tienen prestigio si él los consigue.

Y es que Umbral no escribe literatura: él es la literatura –«Borges y yo», afirmaba sin complejos hace unos años–. Y si la gente no lo lee, es porque a la gente no le interesa la literatura; no porque no le interese Umbral, ni porque repugne, por ejemplo, el sexo turbio que impregna sus novelas; más turbio aún cuando imaginamos al propio Umbral practicándolo. Un personaje de quien Jimmy Gimenez Arnau –que no se diría, en rigor, espejo de virtudes– ha escrito: «Padece cáncer de alma».

La cita no es casual, porque, además de ser un periodista que nunca dio una noticia, de que en sus novelas y columnas no haya una sola idea, y de alardear de una cultura que no tiene, lo que trufa toda la obra de Umbral, desde el principio, es su bajeza moral. La «infame avilantez» que, ya metidos en citas, le atribuyó la poetisa Blanca Andreu. Siempre estuvo dispuesto a despreciar a novelistas ancianos o fallecidos como Gironella, Aldecoa, o el Cela a cuya sombra en vida tanto medró –y a quien dedicó, caliente el cadáver, un librito oportunista e infame, escrito, eso sí, con estilo sublime–, o a insultar y señalar con el dedo a antiguas amantes y a mujeres que le negaron sus favores; aunque esto lo hace sólo cuando no pueden defenderse y sus maridos están muertos o en la cárcel. Tan miserable hábito no lo mencionaría aquí de limitarse a lo privado; pero es que Umbral tiene la bajunería de salpicar con él su literatura. Su bello estilo. A todo eso añade una proverbial cobardía física, que siempre le impidió sostener con hechos lo que desliza desde el cobijo de la tecla. Pero al detalle iremos otro día. Cuando me responda, si tiene huevos. A ver si esta vez no tarda otros cinco años. El maestro.

lunes, noviembre 21, 2005

Esa manteca colorá

Hay páginas contundentes como un puñetazo o un golpe de navaja en la entrepierna. Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte

Acabo de calzarme en una tarde Manteca colorá, de Montero Glez, antes Roberto del Sur, de quien tengo el gusto de llamarme amigo aunque hace tiempo que no lo veo, o lo frecuento, porque se arrimó al moro, con su pava, y allí sigue, dándole a la tecla y comiéndose la vida a puñados, y a Madrid sube de uvas a peras. Se trata de una novela corta, obscena y muy salvaje, de interés teóricamente limitado, pues la acción transcurre en Conil de la Frontera, un lugar del Estrecho con viento y mar, allá muy debajo de lo más abajo, entre traficantes y chusma bajuna, y en tono adecuado a las circunstancias: jerga costumbrista y local, poco exportable y, por supuesto, imposible de traducir al guiri. Y la verdad es que, en cuanto a asunto, estructura y personajes, la cosa no es deslumbrante: un contrabandista de hachís, una hembra de bar, unos cuantos malos. Por ahí no deben ustedes esperar maravillas, a menos que sean aficionados al género, o a las escenas de sexo duro que Montero Glez, como de costumbre, borda con la artesanía perfecta y la mala leche de quien sabe bien de qué está hablando. «Y fue entonces que la Sole se aupó sobre él y que él sintió el calor nutritivo de la entrepierna y dijo que no, Sole, que no, que esta noche salgo a la mar. Y apretó los ojos hasta contener el desbordamiento y renunció a seguir, que no, Sole, que no, abandonándola al antojo de las tormentas.» Por ejemplo.

Porque lo que de verdad importa en Manteca colorá, y a eso voy, es el lenguaje. El estilo literario, que dirían algunos críticos soplacirios. La manera de contar, o sea. El modo en que Montero Glez, al que la primera vez que le pones la vista encima, y lo oyes, y te tomas una caña con él, y concluyes que está muy para allá –equivocándote, pues en realidad el jambo está muchísimo más para acá de lo que parece–, narra las cosas, con esa forma de escribir que podríamos situar, sin pasarnos ningún pueblo, entre el Cela magistral y lamentablemente único, o casi, del Pascual Duarte y el Valle-Inclán del Ruedo Ibérico, aliñado todo con miles de horas de lectura humilde, sabia y bien aprovechada. Una vida lectora guiada por la fiebre de contar a su manera, por la certeza de la misión literaria personal, intransferible y fanática, que desde que tiene uso de razón –hay más libros robados que comprados en la biblioteca de su memoria– lleva a ese asendereado personaje, flaco, chupado, tierno a ratos, violento y bronca que te rilas, leal como un doberman y peligroso como un rotweiler majara, a través de la literatura como forma de vida, como aire para respirar, como angustia y como éxtasis. A ver, si no, cómo pueden tenerse los huevos de escribir aquellas líneas inmortales, el inicio glorioso de Sed de Champán, que ya cité en esta misma página hace tiempo: «El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por culo».

Le envidio la prosa a ese hijo de puta. Lo juro. Lo dije alguna vez y lo repito. Soy académico de la Real y me gano bien la vida, pero lo cierto es que hay párrafos de Montero Glez que dejan sin aliento. Que me obligan a volver atrás despacio, casi cabreado, para estudiar palabra a palabra el mecanismo genial que las articula y dispone. Páginas contundentes como un puñetazo o un golpe de navaja en la entrepierna. Me ocurre eso desde hace muchos años, cuando nos conocimos en el quiosco de tabaco de Alfonso, en el Gijón, y leí unos folios que me pusieron la piel de gallina. Después se lo conté a Raquel, mi agente, y a Daniel Fernández, el editor de Edhasa, un buenazo que publicó Sed de Champán; pero la cosa terminó como el rosario de la Aurora porque Montero Glez, fiel a su estilo, les montó una serie de pajarracas, amenazas de posta lobera incluidas, que todos quedaron aliviadísimos cuando se largó con su contrato a otra parte. Eso me tuvo un tiempo sin dirigirle la palabra, me has dejado fatal, cabrón, etcétera. Pero las cosas pasan, y cada cual es cada cual, y me llama de vez en cuando, y esta vez publica con Mario Muchnik, y todo va como una malva, y en la dedicatoria manuscrita del último libro, el fulano ha tenido el detalle de poner: «Para A.P-R, que me indultó». Pero a ver cómo no indulta uno, díganmelo ustedes, a alguien capaz de escribir: «El Roque se conocía al dedillo el idioma de las porquerizas de la vida y bien sabía lo que para un cerdo con las hechuras del coronel significaban las noches de luna negra y viento de la mar: bellota».

viernes, noviembre 18, 2005

El Estatuto de Cataluña y la 'West Lothian question'


LUIS MARÍA DÍEZ-PICAZO. La proposición de nuevo Estatuto aprobada por el Parlamento de Cataluña y remitida a las Cortes Generales no sólo plantea conocidas dudas en cuanto a su conformidad con la Constitución, sino que puede suscitar también algunas reservas en términos de democracia de las que se habla sorprendentemente poco. Se trata, en concreto, de un problema de teoría de la democracia conocido como la West Lothian question. Fue formulada por vez primera a finales de los años setenta, cuando se comenzó a debatir la posibilidad de dotar a Escocia de autonomía, por un político llamado Tam Dalyell, que era diputado liberal precisamente por la circunscripción de West Lothian, cerca de Edimburgo. El problema puede enunciarse así: si el Parlamento escocés recibe competencia sobre un amplio número de materias, incluidas aquellas que afectan más directamente a la vida de los ciudadanos, ¿por qué debería seguir habiendo diputados escoceses en el Parlamento del Reino Unido, con poder para deliberar y votar sobre asuntos que no conciernen ya a Escocia, sino sólo a las otras partes del país (Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte)? En otras palabras, ¿por qué los escoceses deberían tener voz en los asuntos de los ingleses, galeses y norirlandeses, mientras que éstos no la tienen en los asuntos de los escoceses?
Que la West Lothian question no es un capricho académico lo demuestra el hecho de que ha sido -y sigue siendo- muy discutida en el Reino Unido, máxime después de que Escocia obtuviera efectivamente la autonomía en 1998. Baste mencionar el ejemplo de dos polémicas leyes aprobadas por el Parlamento del Reino Unido durante la pasada legislatura: una relativa a la transformación de los hospitales públicos en fundaciones y otra sobre incremento de las tasas universitarias. Pues bien, la mayoría a favor de ambas leyes fue muy estrecha y, aunque gran parte de su contenido no es de aplicación en Escocia, nunca habrían salido adelante sin el decisivo voto de algunos diputados escoceses.

El problema es controvertido y, como se verá enseguida, no tiene fácil solución. No es extraño que haya recibido respuestas muy distintas. De entrada, están quienes sostienen que se trata de un falso problema. Unos piensan que el problema es falso porque el Parlamento del Reino Unido puede siempre modificar, suspender o incluso suprimir la autonomía escocesa; y otros piensan que es falso porque cabría dotar de similar autonomía a las otras partes del Reino Unido, de manera que el desequilibrio desapareciera. Es dudoso que estas objeciones sean válidas en el propio contexto británico: por lo que se refiere a la primera, que la autonomía pueda ser suprimida no quita que, mientras subsista, el problema sea real; y en cuanto a la segunda, es dudosamente razonable que, para resolver la West Lothian question, haya que dotar de una autonomía similar a la escocesa a quienes no la desean. En todo caso, es importante observar que nada de ello sería predicable de la situación creada por el nuevo Estatuto catalán. No es verdad que éste pudiera ser suprimido por las Cortes Generales, ya que la reforma de los estatutos de autonomía ha de hacerse mediante el procedimiento previsto por ellos mismos, con ulterior aprobación por ley orgánica estatal (artículo 147 de la Constitución). Y tampoco es verdad que cupiera generalizar a todas las Comunidades Autónomas lo previsto en el nuevo Estatuto catalán, por la sencilla razón de que ello significaría la desaparición del Estado.

Se trata, por tanto, de un problema real, y así parece reconocerlo la mayor parte de quienes lo han examinado. Puede ser muy instructivo, así, para el actual debate sobre el nuevo Estatuto catalán examinar brevemente las tres respuestas principales que ha recibido:

1. Suprimir pura y simplemente la representación de Escocia en el Parlamento del Reino Unido. Ésta es la solución más radical. Solucionaría, sin duda, el problema democrático; pero su coste sería elevado, pues equivaldría a una secesión o, si se prefiere, a un repudio. Además, hay que tener en cuenta que, incluso en textos tan maximalistas como el nuevo Estatuto catalán, siempre quedan unas pocas materias de competencia del poder central, tales como la defensa y, en alguna medida, las relaciones internacionales.

2. Reducir la representación de Escocia en el Parlamento del Reino Unido. Se busca, así, que el peso relativo del electorado escocés en Londres corresponda a lo que Londres puede decidir con respecto a Escocia. Esta solución es menos radical, pero difícil de poner en práctica: ¿cómo se cuantifica el peso relativo de los asuntos sobre los que el Parlamento del Reino Unido sigue siendo competente en Escocia? Aquí conviene, por lo demás, hacer una breve digresión. Entre nosotros, alguien podría argüir que muchos ciudadanos de Cataluña sufren ya una merma de su peso electoral relativo, ya que las peculiaridades del sistema de elección del Congreso de los Diputados (sistema proporcional de lista, más circunscripción provincial, más tope constitucional máximo de 400 escaños) hacen que obtener un acta de diputado exija 20 veces más votos en las provincias más pobladas que en las menos pobladas. Ahora bien, siendo esto cierto, no hay que olvidar que el alejamiento español del ideal democrático "una persona, un voto" es neutral con respecto a las "reivindicaciones nacionalistas": es verdad que el voto de los ciudadanos de la provincia de Barcelona pesa mucho menos que el de los de la provincia de Palencia, pero lo mismo se podría decir de Madrid con respecto a Lérida. Lo único que razonablemente cabe inferir de estas actuales desigualdades en el peso relativo del voto es que a nuestro sistema electoral le vendría bien una revisión.

3. Establecer que los diputados escoceses en el Parlamento del Reino Unido sólo puedan deliberar y votar en aquellos asuntos que afectan a Escocia. Quizá ésta sea la solución más prudente, por ser la menos traumática. Pero tiene el inconveniente de la complejidad, ya que implicaría la existencia de un Parlamento con composiciones múltiples según los asuntos, y tal vez también con mayorías distintas en cada caso. A ello hay que añadir que no sería fácil elaborar la lista precisa de los asuntos en que los diputados escoceses -o catalanes- deberían tener voz y voto. Tratándose de la potestad legislativa, aún cabría usar como criterio las materias que sigan siendo de competencia del poder central; pero ¿qué pasaría con las atribuciones no propiamente legislativas del Parlamento como, por poner el ejemplo más obvio, otorgar o retirar la confianza al Gobierno?

Llegados a este punto, sólo resta hacer dos observaciones adicionales. Una es que invocar la West Lothian question no es neocentralista ni jacobino, por usar un término que sólo en la jerga política catalana tiene una connotación abiertamente peyorativa. El problema de democracia que se acaba de exponer puede no surgir en el sistema más descentralizado que quepa imaginar, siempre que todos los territorios que lo componen tengan similares competencias y prerrogativas. El problema no deriva del grado de descentralización, sino de la asimetría, es decir, de que algún territorio disfrute de una posición (asunción de competencias estatales, blindaje competencial, administración de justicia propia, etcétera) que los otros territorios no tienen. Es precisamente la asimetría lo que impide hallar una solución satisfactoria a la West Lothian question, pues no está dicho que sea posible tratar como iguales a ciudadanos de territorios desiguales.

La otra observación es que centrar el debate sobre el nuevo Estatuto catalán sólo en la constitucionalidad del mismo, incluida la famosa calificación de Cataluña como nación, puede ser un error. No digo que el respeto por la Constitución no sea importante, ni que el uso de la palabra "nación" -o de sus derivados- sea trivial. No lo creo. Ahora bien, discutir sólo de esto puede crear una cortina de humo que impida ver algo aún más importante: que el nuevo Estatuto catalán, tan celoso ante cualquier atisbo de intromisión, permitiría a los catalanes seguir participando como hasta ahora en los asuntos de los demás españoles, los cuales, sin embargo, carecerían de capacidad decisoria con respecto a Cataluña. Y esto equivaldría, ni más ni menos, a admitir la existencia de ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Las constituciones nacen y mueren, e incluso naciones seculares pueden un día sufrir una dolorosa amputación; pero los postulados básicos de la democracia son los que son. Esto deberían tenerlo muy presente quienes han de decidir qué hacer con la proposición de nuevo Estatuto remitida por el Parlamento de Cataluña, pues es claro que este texto aspira a la vez al caldo y a las tajadas. Y si el dicho castellano resulta demasiado tosco, tradúzcase como que quiere al mismo tiempo le beurre et l'argent du beurre... et peut-être aussi la beurrière.

domingo, noviembre 13, 2005

ENFERMEDAD PLANETARIA

MIJAIL GORBACHOV, ex presidente de la URSS
Traducción: Libertad Aguilera © La Stampa

Los gravísimos desórdenes que sacuden Francia, su extensión, su carácter de epidemia, imponen una reflexión que va más allá de las fáciles recetas políticas ligadas a la inmediatez de las noticias. Yo veo los síntomas de una enfermedad planetaria. El hecho de que se manifiesten con tanta virulencia en la muy cívica Francia no nos debe hacer perder de vista el cuadro general en el que se inscriben.

Si levantamos la mirada descubriremos que las oleadas de inestabilidad afectan a muchas otras zonas del mundo. Las raíces del problema no deben buscarse tanto - o sólo- en los errores cometidos por los países desarrollados en la gestión de las políticas migratorias, mejor dicho de las oleadas de inmigrantes que los embisten, sino más bien en el vertiginoso crecimiento de la desigualdad global que ha aumentado sin cesar en los últimos veinticinco años. La última generación se ha criado en esta desigualdad creciente, y los dirigentes de los países ricos se hicieron ilusiones de que millones y millones de personas se adaptarían a la situación. Ahora empezamos a ver que el crecimiento descontrolado de la riqueza de pocos ya no es aceptado por las masas pujantes de pobres, o por aquellos que acaban sintiéndose pobres (aunque con los baremos del pasado no lo serían) frente a la ostentación de la riqueza de los ricos, que es percibida como una ofensa.

No es casualidad que acaben pasto de las llamas los símbolos de la civilización de consumo y que, al mismo tiempo, la lucha política y sindical, que en otros tiempos era la norma, haya sido sustituida por el ejercicio de una violencia que aparentemente no tiene otro objetivo que la destrucción.

Echemos un vistazo a cómo ha terminado la reciente cumbre panlatino-americana: un clamoroso fracaso tras la constatación de contradicciones incurables que han obligado al presidente de EE. UU., George Bush, a abandonar la reunión sin haber obtenido nada, acompañado del evidentísimo disentimiento de los dirigentes de Brasil, Argentina y Venezuela, es decir, de los tres mayores países del continente latinoamericano. En este caso, el contraste entre ricos y pobres se ha manifestado no en la forma de guerrilla urbana, sino en una ruptura política que no tiene precedentes en la historia de las relaciones interamericanas.

Y solamente estamos hablando del mundo occidental, donde en apariencia parecen estar en vigor los mismos principios. Pero si volvemos la mirada un poco más allá, no es difícil ver una zona en la que viven más de mil millones de individuos que se sienten - o eso les parece al menos-, relegados a los márgenes del proceso histórico, apartados, humillados, ofendidos. Hablo, evidentemente, de los países islámicos. Que, para más inri, son los herederos de aquellos que durante 1.500 años ejercieron una enorme influencia sobre el curso de los acontecimientos mundiales y sobre la cultura de todas las civilizaciones vecinas, incluida la europea.

Tengo la impresión de que lo que está sucediendo en Francia podría repetirse y multiplicarse en toda Europa. A decir verdad, aunque yo no creo que pase, se dan todas las premisas.

En primer lugar, éstos son evidentemente los frutos amargos de una grave deficiencia de las políticas de acogida migratoria que siguieron al fin del sistema colonial. Francia, que además había acumulado gran experiencia tras la tragedia de la guerra argelina, parecía haber logrado un modelo de integración adecuado y que funcionaba. Ahora vemos que las cosas no eran así exactamente y que la condición social de las masas de inmigrantes había quedado muy atrás, tanto respecto a las condiciones de los ciudadanos de primera clase, como a las expectativas maduradas entre los ciudadanos de segunda. El problema de la justicia y la igualdad al final ha estallado como una bomba de efecto retardado.

Pero como he dicho al principio, este aspecto del problema sólo es una parte de él y no la más grande. El hecho es que el libre flujo de capitales,que ha abierto e inaugurado la era global, no podía a la larga no comportar también un inmenso flujo de hombres y mujeres. Bastante menos libre,bastante más obligatorio, trágico, sin frenos. Y los recién llegados son distintos de los viejos: conocen - porque lo ven en televisión- todos los reclamos que se presentan como obtenibles, al alcance de la mano, pero lo que experimentan es que no los pueden obtener ni ahora ni nunca. En esto se parecen bastante a quienes, en los países occidentales, fueron durante un tiempo ciudadanos de primera clase y a los que ahora los ricos están arrebatando su ciudadanía (o la esperanza de obtenerla, antes o después). Lo demuestra el hecho de que, en los desórdenes, se encuentren implicados miles de jóvenes franceses, me refiero a los de piel blanca.

Y también quiero decir algo sobre Rusia. No creo que Rusia esté amenazada por una guerra con el mundo islámico. Rusia es desde hace siglos un mundo de mundos, de pueblos y culturas. Con todo, los dirigentes políticos rusos no pueden huir, ni siquiera ellos, de la lección del tiempo. También entre nosotros está teniendo lugar una tensión creciente, que se manifiesta en formas de desprecio hacia las otras nacionalidades. Sería un error infravalorarlas. Porque también en Rusia, como en todos los demás lugares, se encontrarán rápidamente, si es que no se han encontrado ya, especuladores irresponsables que querrán utilizar estas tensiones en su propio beneficio.

miércoles, noviembre 09, 2005

Intentarlo desde otra óptica

POR JORDI PUJOL EX PRESIDENTE DE LA GENERALITAT DE CATALUÑA
¿INTENTAR qué? Intentar plantear el tema de Cataluña en España de una forma distinta a como suele hacerse. Desde la óptica de los deberes de cada cual, más que desde la de los derechos. De la responsabilidad (que no equivale a culpabilidad) respecto al otro, más que desde el estricto interés propio (aun siendo legítimo). Puede parecer ingenuo. Pero ya llevamos demasiados años, décadas, siglos sin plenamente entendernos, y a veces entendiéndonos muy poco, como para que valga la pena ensayar otros métodos (aunque parezcan ingenuos).Un posible método hasta hoy poco utilizado puede consistir, como decía, en preguntarnos cuál es nuestra responsabilidad y si realmente la asumimos. Si cumplimos con ella. Ello requiere rechazar -como individuos y como colectividades-la idea de que sólo nos debemos a nosotros mismos. Rechazar lo que ahora se llama la moral de la desvinculación, es decir, aquella actitud que hace que para cada cual lo único que importa es la propia realización. Del resto nos desvinculamos. Los otros o no existen o existen poco, el interés general y el bien común no son asunto nuestro, los derechos no conllevan la contrapartida de deberes.

Traducido al tema de Cataluña en España, este método puede llevar a hacernos las siguientes reflexiones.

1. ¿Qué responsabilidades y deberes tiene Cataluña?

a) Como todo ser vivo, individual o colectivo, los de su propia continuidad y los de su propia realización. Ningún ser humano, ningún país, ninguna cultura tienen derecho a renunciar a sí mismos.

b) Dar a su gente lo que necesita para su promoción y desarrollo, para su bienestar. Y ello en todos los temas: social y económico, cívico y humano.

c) Ofrecer a su gente también aquel marco colectivo de comunidad de vivencia y de conciencia identitaria, de convivencia y cohesión que permita el desarrollo de las personas. Porque, como dice el artículo 29 de la Declaración de los Derechos Humanos, «toda persona se debe a la comunidad, que es la única que le permite el libre y pleno desarrollo de la personalidad».

Más allá de estos debates referidos a sí misma y a su gente, Cataluña tiene otras responsabilidades y otros deberes. Uno de ellos, contribuir al progreso, a la paz y a la realización de los marcos políticos y humanos a que pertenece.Todos pertenecemos a diversos marcos políticos, culturales y afectivos que dibujan círculos concéntricos a nuestro alrededor. Podríamos hablar del mundo, o de Europa, o de la civilización occidental. Respecto a todos ellos tenemos derechos y deberes. Pero en el caso de Cataluña el primer sujeto de derechos y deberes, y de afinidades, es indudablemente España.

Y ello nos lleva a plantearnos la responsabilidad de Cataluña respecto al interés general de España.

a) España necesita que todos cuantos forman parte de ella colaboren al progreso económico y social del país, a su estabilidad, a su fortalecimiento general. A su prestigio internacional. Y tiene derecho a reclamar esta colaboración.

b) También necesitan -España y los españoles- que este progreso y este bienestar sean generales, que lleguen a todos los ciudadanos. Que todos puedan promocionarse. Y esto requiere una política de solidaridad, cuya principal responsabilidad recae en las personas, sectores sociales y territorios con mayor renta y mayor capacidad.

Una responsabilidad que Cataluña (y otras partes de España) tiene respecto a determinados territorios españoles. Aparte del deber de contribuir, como antes se ha dicho, al progreso general, tanto económico como político como moral.

Dejemos aquí de momento esta relación de deberes y responsabilidades catalanas. Formulando simplemente una pregunta: ¿Cataluña, estas responsabilidades -tanto las que la afectan directamente como las que tiene respecto al conjunto de España- las ha ejercido históricamente? ¿Las ha ejercido durante los últimos treinta o cuarenta años? ¿Y está en condiciones de ejercerlas?¿Qué responsabilidades y deberes tiene España?

a) También los de su propia realización colectiva, y por consiguiente su propio progreso económico y social, y su proyección y su prestigio. Y la unidad, en lo fundamental, de sus gentes y sus territorios.

b) También poner todo esto al servicio de su gente, de sus ciudadanos. Y ello en diversos aspectos: en el de su subsistencia, de su seguridad, de su formación y promoción, de su libertad. En el de sus valores humanos y culturales. En el de su identidad. Todo ello no sólo en el ámbito individual, sino también en el colectivo, porque -repito lo dicho antes-, como bien recuerda la Declaración de los Derechos Humanos, los derechos individuales requieren el respeto a cada persona de sus derechos comunitarios.

España tiene el derecho, y el deber, de reclamar de todos sus ciudadanos, y de todos sus pueblos, apoyo para la eficaz asunción de todas estas responsabilidades.

c) Por otra parte, puede suceder que las gentes de un país se reconozcan en identidades diversas, aunque todas ellas encajadas en el conjunto. Es el caso de España, donde el sentimiento global de pertenencia convive con una conciencia, un sentimiento y una identidad fuertes y muy particulares, muy primigenios. España tiene el deber de respetar y ayudar a promover estas identidades, facilitándoles los instrumentos políticos, económicos e institucionales que requieren, no sólo por el valor intrínseco de toda lengua, cultura, conciencia histórica, etc..., sino porque son instrumentos de configuración de la personalidad de la gente. Su defensa y su desarrollo forman parte de los derechos individuales y colectivos básicos de unos ciudadanos catalanes que forman parte de España.

En este punto cabe que nos hagamos la misma pregunta que antes nos hemos hecho sobre si Cataluña había ejercido su responsabilidad respecto a España. Ahora en sentido inverso. La pregunta es: ¿esta responsabilidad, España en su conjunto la ha ejercido respecto a Cataluña?O, más en el detalle, ¿facilita el mantenimiento de la identidad colectiva de Cataluña? ¿Potencia o, por el contrario, frena su desarrollo? ¿Facilita que Cataluña pueda atender debidamente a sus ciudadanos?Hay españoles no catalanes a los que esta simple pregunta ofende.

Pero si Cataluña -120 diputados sobre 135- reclama un nuevo Estatuto, es porque cree que la situación actual no es la debida. Ante esto cabe una respuesta de ira. De sentirse ofendido. De rechazo total. O de no darse por aludido. Pero dada la magnitud de la demanda y la corrección con la que se plantea, estas respuestas no son válidas. Por lo menos, España en su conjunto debe interrogarse. Seriamente.

Y llegados a este punto es cuando nuevamente planteo una pregunta inicial: ¿y si invirtiéramos los términos con que tradicionalmente hemos abordado el tema de los derechos y partiéramos de las responsabilidades y los deberes de cada cual? ¿y si en vez de reclamar derechos propios y obligaciones de la otra parte unos y otros analizáramos primero si cada cual ha cumplido con sus obligaciones respecto al otro? Este enfoque podría quizás ayudar a comprender las razones de cada parte. Sería tal vez una buena manera de analizar el proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña.

En un momento de gran excitación, esto -lo he dicho antes- puede parecer ingenuo. Pero sería un método serio y autoexigente, y por consiguiente honesto. Y finalmente, los problemas difíciles se resuelven sólo con seriedad, autoexigencia y honestidad.

martes, noviembre 08, 2005

Tiempos de cambio, tiempos de permanencia


POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS
LA condición humana está transida indefectiblemente por una insalvable tensión dialéctica. Así, de una parte, el hombre y, en consecuencia, sus obras, se hallan afectadas esencialmente por el tiempo, que acomoda y hasta forja, de forma paulatina, pero inexorable, su ser y existencia. Mientras que, de otra, los hombres nos dotamos de parámetros de estabilidad en los que hacer descansar nuestras convicciones más sagradas, tanto las vinculadas a la íntima conciencia (ad intra), como a la manera de organizarnos en sociedad (ad extra).Pues bien, si nos abstraemos de sus aspectos más filosóficos -el penetrante Martín Heidegger escribiría, por ejemplo, la primera parte del excelente trabajo Ser y Tiempo en 1927-, los asuntos que presiden la actualidad de la España constitucional expresan nítida, aunque no sin contradicción, los dos citados aspectos.Al primer grupo se adscribirían las propuestas de reformas político-constitucionales, tanto las estatutarias, como las de la Constitución de 1978. De esta suerte, la revisión del Estatut catalán -por más que nos encontremos, en realidad, no tanto ante una modificación del Estatuto de 1979, sino ante uno nuevo- es la mejor prueba de lo antedicho. Sobre todo, si pensamos en la auto proclamación de Catalunya como una nación con vocación de estatalidad, su soberanista Preámbulo, su desbordante Título Preliminar plagado de extraños derechos, sus excluyentes asunciones competenciales, su flagrante intromisión en las más variadas leyes orgánicas del Estado, su peligrosa cercenación de la unidad jurisdiccional, y hasta de mercado, su corolario quebrantamiento del principio de igualdad y su fijación de un modelo de insolidaria financiación interterritorial, expresarían, sí, un inequívoco deseo de cambio, aunque dado su carácter y alcance, incompatible con el vigente orden constitucional. Un quehacer estatutario que excede, por tanto, además del respeto a las exigencias de constitucionalidad, el sosegado proceso de mejora y perfeccionamiento de nuestro entramado político y jurídico. Lo más propio de un tránsito sereno, para no dejarse arrastrar por un irregular y convulsionado proceso constituyente. Una circunstancia que, aunque no con idéntica gravedad, también se aprecia -recordemos la cláusula Camps-, en la reforma del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana. Los Comunidades Autónomas no se asientan en la soberanía, sino en la autonomía y, por ello, no disfrutan de Constituciones, sino de unos Estatutos que se fundamentan estructuralmente en la Constitución española, sin que quepan disfraces para presentarse, de hecho o de derecho, como algo que ni son, ni pueden ser.Pero hay más. Hoy poco queda que sea relevante por transferir a las Comunidades Autónomas, si queremos preservar un mínimo de elementos, no uniformizadores. Soy un ferviente defensor del Estado de las Autonomías, al tiempo que tampoco creo en un militante nacionalismo españolista, pero sí en unos valores comunes y coparticipados en los distintos territorios de España, así como en una vertebración eficiente de nuestro espacio político de convivencia. Haríamos por ello mejor en auspiciar, en lugar de estériles discusiones e incompatibles asunciones competenciales, la puesta en marcha de específicas políticas de cooperación y colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas, mientras impulsamos más acciones eficaces en educación, sanidad, seguridad, inmigración, fiscalidad, vivienda, etc. Estas son las cuestiones que preocupan a los españoles ¿Para qué entonces tanta energía inútilmente dilapidada? ¿Para qué tanto despilfarro de talento y de tiempo? Interrogantes, sin duda, difíciles de justificar.Además, esgrimíamos, los aires de cambio han llegado a la misma Constitución de 1978. Se nos dice, y es cierto, que la Constitución disfruta de rasgos propios de indefinida permanencia; pero también, y estamos de acuerdo, que las generaciones del presente, y por supuesto, las del futuro, no pueden quedar encadenadas a las obras -por muy certeras que hubieran sido- de constituyentes pasados. Y desde tales premisas el Gobierno habría instado un proceso de revisión constitucional -aunque su autoría material se delegue en un órgano consultivo como el Consejo de Estado-, si bien limitado, ya que sólo afectaría a cuatro aspectos de nuestra Carta Magna: la denominación de las Comunidades Autónomas, el reconocimiento del proceso de construcción europea y su Derecho comunitario, la modificación del Senado y la eliminación de la preferencia del varón en la sucesión a la Jefatura del Estado. Unas reformas sobre las que, de momento, y esto las hace inviables, no existe el ineludible acuerdo entre las dos grandes formaciones políticas nacionales -se requiere a tal efecto de una mayoría cualificada de dos terceras partes en las Cámaras-, por no enjuiciar las dudas sobre su necesidad, su ausencia de urgencia y la falta del adecuado contexto de previa distensión política. En suma, demasiadas precariedades para tan importantes retos que afrontar. Si hay que reformar la Constitución, que se haga; y si hay que hacer lo propio con uno u otro Estatuto de Autonomía, adelante con ello. Pero, de otra manera, en un tiempo político más acorde con lo que está juego, con otras mayorías parlamentarias y con un representativo consenso constitucional.Aunque no erremos: la Constitución de 1978 ha sido, y sigue siendo, el mejor marco político-constitucional posible de esta España moderna que debe saber resguardar sus incontrovertibles logros. Sepamos velar, ¡cuidado con las irresponsabilidades!, por nuestro ejemplar patrimonio colectivo de convivencia en libertad, justicia e igualdad.Ahora bien, junto a tales anhelos, el nacimiento del primero de los hijos de Don Felipe y Doña Leticia, la Infanta Leonor, refleja la segunda de las facetas referenciadas: la idea de perdurabilidad por encima de contingentes avatares. El mejor ejemplo de todo lo bueno que implica una moderna Monarquía parlamentaria. Un nombre, Doña Leonor, cuyo recuerdo nos retrotrae, entre otras, a nuestra sin par Leonor de Aquitania, casada con Alfonso VIII, y fundadora del Monasterio de las Huelgas, así como a la Reina Leonor, esposa de Juan I, y madre de Enrique III El Doliente, primer Príncipe de Asturias en el ya lejano siglo XIV. Un nacimiento que lleva aparejadas dos destacadas consecuencias. La primera, por lo que tiene de refrendo de nuestra arraigada Monarquía parlamentaria: un Monarca de hoy, Don Juan Carlos; un reconocido Heredero, Don Felipe; y una deseada heredera del Heredero, en la persona de Doña Leonor. Una continuidad dinástica que hace evidentes, sin estridencias ni sobresaltos, las ventajas de una ordenada sucesión en la más alta Magistratura del Estado. O, en palabras de Don Felipe, «La lógica de los tiempos hará que la Infanta sea Reina de España algún día».Y aún debemos recordar algo más. El nacimiento de la Infanta Leonor confirma, al margen de la dimensión personal y familiar del feliz evento, un profundo sentido institucional: el desarrollo natural de la sucesión en la Corona, en lo que ésta tiene de función de enraizada integración social y cohesión política al servicio de los españoles. Su nacimiento hace suyos los perfiles de continuidad dinástica de la Corona en cuanto que símbolo constitucional, de primer orden, de la unidad y permanencia de la Nación española. A tal efecto, la Infanta Leonor resume estos últimos de un modo palpable.Aunque, incluso por encima de lo afirmado, todos, especialmente las dos principales formaciones políticas, junto a su ciudadanía, estamos obligados a preservar el ejemplar Pacto constitucional de 1978. En ello no caben tibiezas ni escamotear esfuerzos, sino la misma fraternal generosidad de entonces.

jueves, noviembre 03, 2005

El desatino


Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Hace poco se cumplieron cien años del nacimiento de José Antonio Primo de Rivera. Afortunadamente pasó desapercibido. Él fue quien afirmó aquello de que España era una "unidad de destino en lo universal", alarde verbal vacío pero muy propio del estilo nacionalista. Educado en la resaca de los agravios militares tras el ridículo papelón que se hizo en el 98, vio a su padre dar un golpe de Estado alegando que España estaba amenazada con un fin "trágico y deshonroso". El año que viene se conmemorará el centenario de la primera aparición en la escena política del Partido Nacionalista Vasco, en cuyo manifiesto se suponía que la nación vasca estaba también amenazada por peligros sin cuento: la desaparición de la raza, la lengua y la tradición. Y tampoco faltará quien se acuerde dentro de poco de los correspondientes cien años de la publicación del libro de Prat de la Riva La nacionalitat catalana, que reivindica con fervor para Cataluña una personalidad política perdida y la recuperación del "sentimiento jurídico original". ¡Vaya un siglo que nos han dado entre todos!

Por supuesto, el más largo y el de peor calaña ha sido el nacionalismo español. Logra encaramarse violentamente al poder en una guerra civil muy cruenta e impone a todos los demás su ideario nacional excluyente con la bendición de una iglesia que se llama católica (es decir, universal) pero no duda en comportarse bélicamente como "nacional" (es decir, localista). Fue entonces cuando tomó cuerpo la primera formulación del desatino: la fabulación de una entidad moral colectiva de origen histórico que se presenta como la clave de nuestra identidad como personas y como titular de un derecho natural a la soberanía política. Eso es el nacionalismo, todo nacionalismo, sin excepción. Esa entidad era una idea de España confeccionada con retales de la historia, manipulaciones de la religión y adoctrinamiento social. Una invención, sí, pero una invención que obró durante décadas como principio de organización política y seña de identidad ciudadana. Quienes no se plegaban a ella no eran españoles, y si no eran españoles carecían de valor como personas. Podían ser ignorados y, en su caso, sacrificados en el altar de la gran entelequia nacional. Ya se sabe, la superioridad moral de la nación como entidad colectiva vacía de contenido nuestra peripecia moral individual y tiende a ignorar nuestros derechos. Se puede matar y se debe morir por ella. Por eso el nacionalismo suele ir acompañado de violencia y no es raro que acabe en una gran carnicería. Todo por la patria.

Haciendo un uso militar de esas convicciones, el régimen del general Franco aplastó toda diversidad cultural y violentó derechos individuales. Y sucedió lo previsible. Perseguida la lengua vernácula y estigmatizadas las provincias vascas, las antiguas jeremiadas de don Sabino Arana sobre la desaparición de su patria cobraron verosimilitud. Todo nacionalismo en estado de latencia fermenta cuando percibe una amenaza, real o supuesta. Con su tosca obcecación, el franquismo operó de condición suficiente para que se reactivaran emocionalmente los resortes del nacionalismo vasco. A finales de la dictadura, el sentimiento nacional contrario a España estaba en el País Vasco más extendido de lo que nunca lo había estado. Y a su lado surgió, naturalmente, la violencia, que ahora, además, podía presentarse con la aureola de movimiento de resistencia o liberación nacional. Es así como Franco mismo se erige estúpidamente en factor de revitalización del nacionalismo vasco y en fundador honorario de la organización terrorista ETA. La paranoia del separatismo acaba siempre por ser el gran factor separador.

En este enrarecido caldo de cultivo la Constitución española fue vista en Euskadi con desconfianza, como una forastera más. El oxígeno que la dictadura proporcionó a la vieja versión vasca del nacionalismo logró que la devolución constitucional de las libertades individuales y el Estado de Derecho fuera menospreciada con el argumento peregrino de que los derechos de su nación eran "anteriores" a la Constitución. En virtud de un ejercicio de prestidigitación política y jurídica, se aceptó el Estatuto de Guernica, no porque derivara de ella, sino porque era un paso más hacia el reconocimiento pleno de aquellos antiguos derechos. Incluso en un contexto de libertades y derechos, podemos sin embargo reconocer de nuevo todos los ingredientes del desatino: entidad moral histórica, identidad personal mediada por la nación, violencia, euskaldunización y derecho natural a gobernarse. Ante la estupefacción de muchos, el País Vasco se transformó así en una anomalía dentro de una politeya democrática muy abierta y profundamente orientada a la devolución de competencias y el reconocimiento de la pluralidad cultural e histórica. La anomalía provenía, naturalmente, del delirio nacionalista.

Y por si ello fuera poco hemos tenido que pasar una breve temporada con el Partido Popular en mayoría absoluta. En pocos años ha logrado lo que parecía imposible: encontrar en los entresijos de la Constitución los rasgos españolistas y dogmáticos que, esgrimidos con exageración y agresividad, han acabado por hacerla odiosa para muchos. Para lo que aquí interesa, el artículo 2 (nación, unidad, patria...) ha sido inflado hasta la hipertrofia. Y menos mal que no han ganado las elecciones, porque no hay que excluir que hubieran acabado por liarse a mandobles con el artículo 155 (cumplimiento autonómico forzoso de obligaciones constitucionales, ¡qué disparate!) . El aznarismo puede así ser descrito, por lo que a esto respecta, como la versión constitucional del desatino franquista. Los viejos efluvios de aquella Alianza Popular que mantuvo las esencias en la transición han acabado por predominar en el discurso público del partido de Aznar. Volvía el españolismo, la bandera más grande, el manoseo político de la religión y el cerrojazo autonómico. Y con ello, naturalmente, los demás actores de la trama nacionalista volvían a percibir la latente amenaza.

Quizás también por eso, y tras una larga trayectoria de tolerancia, cultura y libertad en Cataluña, aparece inopinadamente el proyecto de Estatut. Lo digo con dolor y cansancio: es la versión catalana del mismo desatino. De nuevo nos sale al paso un ser colectivo de origen histórico con un derecho natural a la soberanía. Una entidad tan sustancial y viviente como para poder predicar de ella acciones humanas: 'afirma' cosas, 'considera' situaciones, 'expresa su voluntad de ser' y 'convive fraternalmente' con otros. Es de nuevo un ente nacional que puede saltar sobre el ordenamiento jurídico vigente para ir a buscar en los llamados derechos históricos su derecho na-tural a gobernarse. Otra vez la sustanciación de lo colectivo, otra vez los manejos de la historia, otra vez la imposición de la lengua. Y por lo que a su elaboración respecta, una redacción normativa prolija, con humos de documento constitucional, a veces disparatada, con esa minuciosidad obsesiva de quien siente una amenaza incierta y quiere asegurarlo todo, pensada más para decir a los demás lo que no pueden hacer que para decirse a sí misma lo que pretende, imposible muchas veces de aplicar por su detallismo, llena de redundancias, y tantas otras cosas. Lo de menos es que choque literalmente con algunos preceptos constitucionales. Eso se puede arreglar. Lo más preocupante es que violenta la lógica interna de la Constitución y segrega jugo identitario por todos sus poros. Si llega a estar en vigor algún día hará sufrir a muchos, catalanes y no catalanes. De momento ha provocado ya el toque de rebato del aznarismo, la apelación a las vísceras de la españolidad y la indecencia moral en los medios de comunicación del Episcopado.

El día mismo del desastre del 98 estaba don Miguel de Unamuno medio aislado en una dehesa del campo charro. Sorprendido porque los campesinos "trillaban en paz su centeno, ignorantes de cuanto a la guerra se refiere", escribía a Ganivet: "Estoy seguro de que eran en toda España muchísimos más los que trabajaban en silencio, preocupados tan sólo con el pan de cada día, que los inquietos por los públicos sucesos". Me parece que ahora pasa igual. Somos muchos más los que trabajamos cotidianamente sin la mente obsesionada por ninguna bandera, ningún estatuto ni ningún ente histórico de razón, sin intención de castellanizar, euskaldunizar o catalanizar a nadie, sin untar la política de religión ni la religión de política, respetando tranquilamente las costumbres, la cultura y las lenguas de los demás, relacionándonos con ellos con fluidez en la amistad, la familia, la ciencia, la fiesta y la actividad económica, reconociéndonos en nuestros derechos y reconociendo los suyos. Sin discriminar ni ser discriminados. Muchos más. Y, sin embargo, aquí estamos hoy entrampados entre un partido españolista, montaraz y beato, y la última edición del desatino. ¿Sería mucho pedir a todos esos monomaníacos de las patrias que nos dejaran trillar en paz?

martes, noviembre 01, 2005

EL CULO DE LAS SEÑORAS



ARTURO PEREZ REVERTE. EL SEMANAL. Vade retro. Cuidado con esas alegrías y esos sobos. También está mal visto tocarles el culo a las señoras, incluida la propia. Hace unos días, las feministas galopantes se subieron por las paredes a causa de un anuncio publicado en la prensa –«La puerta de atrás del cine», decía el texto– donde una foto de espaldas de la pareja formada por un presentador y una actriz, posando frente a los fotógrafos, mostraba la mano de él situada sobre el trasero de ella. Pese a que la imagen –publicada en El País– fue elegida por un equipo de marketing compuesto por ocho mujeres y dos hombres, todos por debajo de los cuarenta años de edad, las furiosas críticas hablaron de atentado contra la dignidad de la mujer, de incitación a la violación, de «dar por supuesto que las mujeres están para satisfacción sexual de los varones», y de publicidad ilícita por utilizar el cuerpo femenino, o parte del mismo, «como mero objeto desvinculado del producto que se pretende promocionar». Tela. Cómo sería la cosa, que incluso la directora general del Instituto de la Mujer tomó cartas en el asunto, asegurando que la imagen de ese anuncio era «vejatoria para las mujeres», y las reducía «a un simple objeto sexual al servicio de los hombres, claramente ofensivo para las lectoras». Por supuesto, el apabullado diario en cuestión, por tecla de su defensor del lector, dio en el acto la razón a las feministas y pidió disculpas. No era nuestra intención. Cielo santo. No volverá a ocurrir, etcétera. Y las niñas de la matraca se apuntaron otra. Así van ellas de crecidas. Que se salen.

A ver si nos aclaramos. Una cosa es que las erizas, cabreadas con motivo y en legítimo ejercicio de autodefensa, marquen con claridad las reglas del juego: intolerancia absoluta frente a machismo y violencia sexual. Eso es lógico y deseable, y ningún varón decente puede oponerse a ello. Por lo menos, yo no puedo. Ni quiero. Pero otra cosa es que, jaleadas por demagogos oportunistas, acatadas sin rechistar sus exigencias por quienes no desean buscarse problemas, una peña de radicales enloquecidas mezclen de continuo las churras con las merinas, empeñadas en someternos a la dictadura de lo socialmente correcto, retorciendo el idioma para adaptarlo a sus atravesados puntos de vista, chantajeándonos con victimismo desaforado, acorralando el sentido común hasta el límite de la más flagrante gilipollez. Y al final conseguirán que retrocedamos en el tiempo, que no se distinga socialmente el acoso sexual del simple ligoteo de toda la vida, que un amante se convierta en violador y deba avergonzarse de sus gestos en público, y que todo cuanto tiene que ver con la belleza de los cuerpos y la deliberada, consentida, gratificante y necesaria relación física entre hombres y mujeres, produzca recelo y se rodee de un ambiente sórdido y clandestino. Esa panda de tontas de la pepitilla va a lograr que todo parezca malo y obsceno otra vez, y que a los críos se los eduque de nuevo en la hipocresía de hace cuarenta años, cuando en los cines se censuraban escotes, faldas cortas y escenas de besos, y los obispos de turno –también diciendo velar por la dignidad de la mujer– le ponían a todo la etiqueta del pecado.

Respecto a los culos de señoras en concreto, qué quieren que les diga. Que me fusilen las talibanes de género y génera, pero he puesto la mano en alguno, como todo el mundo. Y creo recordar que no sólo la mano. La verdad es que nunca se me quejó nadie. Incluso, puestos a echarnos flores, lo que también hicieron algunas señoras fue poner la mano en el mío, con perdón, sin que nadie las obligara. En el mío como en el de cualquier varón normalmente constituido que les apetezca, supongo, y con el que exista la intimidad adecuada para el caso. Porque afortunadamente –y que no decaiga, vive Dios– también ellas se las traen, cuando quieren traérselas. Además, no sé por qué diablos dan por supuesto las integristas de los huevos que todas las mujeres se sienten, como ellas, ofendidas cuando un hombre les pone la mano en el culo. Sobre todo si ese hombre lo hace seguro del terreno que pisa, y con consentimiento expreso o tácito del culo en cuestión. El sexo es una calle de doble sentido, y ahí precisamente radica la maravilla del asunto. En el toma y daca. A ver qué tiene que ver el culo con las témporas. Coño.