DIARIO ABC.- POR JOSEFINA MARTÍNEZ DEL ÁLAMO
En 1980 Suárez concedió una entrevista a Josefina Martínez del Álamo que se salía de lo habitual. Fue una conversación tan franca que sus consejeros decidieron vetarla. «Un presidente no puede ser tan sincero», dijeron. D7 rescata esas históricas confesiones con motivo de su 75 aniversario.
En 1980 Adolfo Suárez era el presidente del Gobierno. Llevaba cuatro años gobernando, y las múltiples críticas le tenían acorralado. La inflación se disparaba, el paro aumentaba, las autonomías de doble velocidad despertaban los agravios comparativos. Todos sus actos y declaraciones pasaban por la criba de los prejuicios políticos. La derecha no le perdonaba la ruptura con el régimen anterior. La izquierda lo acusaba de no imponer la ruptura con el régimen anterior. Dentro de su partido le crecían los traidores. La prensa, la gran mayoría de la prensa, estrenó ¡por fin! su libertad de expresión haciendo verdadera leña de un presidente a punto de caer.
Pero Suárez, a muchas trancas y barrancas, intentaba la convivencia de todos, el respeto entre las corrientes opuestas, la aceptación «sin ira» de unas normas nuevas y de un nuevo futuro. Estaba practicando el diálogo sin patentes ni micrófonos.
Hoy todo son parabienes y medallas para esa figura tristemente quebrada. Como advertía Mihura sólo nuestras desgracias nos hacen perdonar nuestros éxitos. Pero bastaría con consultar las hemerotecas para dejarnos helados los aplausos.
Por aquellas fechas —julio del 80— Suárez estaba a punto de perder su confianza en Abril Martorell; algunos militares manifestaban ya ostensiblemente su descontento. El político más popular era quizás Francisco Fernández Ordóñez; y el presidente huía de la prensa —exceptuando la revista Hola— casi al grito de «vade retro»... Pero muchos de nosotros soñábamos con conseguir esa entrevista imposible.
Hacía seis meses que solicité la entrevista. Tres meses después me la concedieron. Sólo faltaba elegir el momento adecuado; fijarle fecha; esperar que el presidente tuviera dos horas libres para sentarme frente a él. Pero en la agenda de Suárez debe de haber anotaciones hasta en las tapas. Desde mayo sigo atentamente las idas y venidas del Jefe del Gobierno. Y me confieso desalentada: nunca encontrará el momento adecuado.
Por eso, cuando el Gabinete de Presidencia me envió la sorprendente oferta de acompañarlo en un viaje oficial a Perú, con la condición —eso sí— de que el resto de los periodistas invitados ignoren que yo estaba allí para hacerle una entrevista, me quedo perpleja. Y claro, acepto.
Y por fin, un mes después, nos sentamos en un sofá turquesa del Hotel Bolívar de Lima. A 10.000 kilómetros y a siete meses de distancia de mi primera solicitud.
Es la una de la madrugada. Adolfo Suárez acaba de volver de la cena ofrecida en el palacio del Gobierno. Ha llevado un día muy movido: tedeum, recepciones, investiduras... Está cansado. Marcelino Oreja se acerca a recordarle que mañana se tendrá que levantar a las siete.
Cuando nos dejan solos, el presidente se vuelve hacia mí: «¿Ve cómo por fin hablamos?... Yo cumplo lo que prometo. Podía usted confiar».
—Nunca lo dudé. Siempre pensé que haríamos esta entrevista.
«¿Sí?....» —me mira fijamente, sorprendido— «¡Pues es toda una prueba de fe!»
No sonríe. Parece asombrado de que alguien confíe en su palabra. Conecto la grabadora. Abro el cuaderno con las cien preguntas preparadas, y lo miro... Pero en vista de su gesto agotado, intento alguna conversación relajada para que olvide su prevención hacia la prensa.
—¿Sabe por qué quería entrevistarlo? Creo que es usted el gran desconocido. Los españoles no sabemos nada de Adolfo Suárez persona. Cómo se siente, cómo piensa.
«Yo soy el primer convencido de ello. No. No me conocen».
—Pues tienen derecho a conocerle. Si le votan, y si se ponen en sus manos, necesitan saber con quién se juegan el porvenir.
«Sí. Ellos tienen derecho; y yo tengo la obligación de explicarme. Estoy de acuerdo. Y voy a procurar remediar ese desconocimiento; a darles una respuesta. Quiero utilizar más los medios de comunicación. La televisión sobre todo... porque en televisión soy responsable de lo que digo, pero no soy responsable de lo que dicen que he dicho... Tengo muchísimo miedo de cómo escriben después las cosas que he dicho.»
«Soy reacio a las entrevistas»—¿Por eso evita usted hablar con la prensa?
«Es que soy muy reacio a la entrevistas... Muy reacio».
Recuerdo que en el avión he presenciado cómo un periodista increpaba muy indignado al presidente por alguna información no recibida. Y cómo Adolfo Suárez endureció la mirada, borró la sonrisa, enseñó unos dientes afilados y calló al ofendido.
«Sí. Yo noto ese afán de protagonismo. Algunos periodistas me preguntan sobre un tema político para tratar de convencerme de sus posturas. Entonces les digo: ¿Ustedes, qué quieren: saber mi opinión o convencerme de la suya?... Porque si vienen a hacerme una entrevista, les interesará conocer mi criterio, supongo. Y tendrían que escucharlo libre de prejuicios. Después, ustedes lo estudian, se informan y, si no les gusta, lo critican... Después, todo lo que ustedes quieran».
«Pero sólo se tienen presentes a ellos mismos. Escriben para ellos mismos... Los comentarios políticos suelen ser mensajes que no entiende casi nadie. De ahí que la prensa tenga cada vez menos lectores. De ahí que los políticos estén cada día más separados del pueblo... Porque han acabado todos cociéndose en la gran cloaca madrileña... Y molesta mucho que yo hable de una gran cloaca madrileña. ¡Pero es verdad! No existe la preocupación de sobrevolar por encima. Nadie intenta hacer una crítica objetiva de las actuaciones políticas, con independencia del partido que realiza la acción».
«La prensa persigue intereses concretos —políticos o personales del político que le informa—. Defiende las conveniencias de alguien que instrumentaliza a ese periodista. Y los periodistas se han convertido en correas de transmisión de los intereses de grupos determinados».
«Esta tarde les decía a unos periodistas: ¿pero cómo es posible que tengan ustedes el más mínimo respeto a una persona que les cuenta lo que ha ocurrido, lo que se ha tratado en un consejo de ministros o en alguna reunión de naturaleza totalmente reservada? ¡Para mí, ese señor se habría acabado! Porque no me ofrecería ninguna imagen de seriedad, ni de responsabilidad, ni de nada. Pero ustedes colocan a esa persona en la punta de lanza de la popularidad... quizás por pagarle el precio de una información... Eso es deleznable... Y se está dando mucho en la política española».
«¡No... no! Yo tampoco soy un experto. Simplemente observo una realidad que me parece muy grave, porque nadie intenta remediarla. No se entrevé ningún síntoma de corrección. Y la gente se está apartando de todo. De todo».
«...Y noto, además, que algunos periodistas no intentan obtener los datos necesarios para hacer una información exacta. He hablado de Autonomías con un grupo de periodistas. Y les he dicho: ¿ustedes se dan cuenta de que han desprestigiado totalmente el estatuto gallego? Les pregunto: ¿lo ha leído alguno de ustedes? Y no... ¿Y han leído ustedes el título octavo de la Constitución?... Y no».
«Y es más: me reuní con los intelectuales gallegos que habían criticado el Estatuto de Galicia. Los he llamado reservadamente. Los he invitado a almorzar. He ido con el estatuto y lo he puesto encima de la mesa: «Señores, vamos a mirar artículo por artículo dónde está la ofensa a Galicia...» ¡Y me confesaron que no lo habían leído!... Cuando todos ellos se habían manifestado públicamente en contra... Sólo porque Alfonso Guerra había dicho que aquello era una ofensa a Galicia. Y Fraga había dicho que aquello era una ofensa a Galicia... Así que funcionaban simplemente por el ruido del tam-tam de la selva. Yo repito a menudo que en España está ocurriendo un fenómeno muy grave: las cosas entran por el oído, se expulsan por la boca y no pasan nunca por el cerebro... casi nunca pasan por la reflexión previa».
«Pero es un hecho que está ahí; que sucede. Y luchar contra ello es muy difícil... Yo he intentado combatirlo muchas veces... ¡Y así me va!»
—¿Y por qué no intenta arreglarlo? Debe tener una solución.
«Si. Pero la tiene utilizando los mismos procedimientos; y no me gusta. No quiero convertirme en un hombre que busca sectores que lo cuiden, que lo mimen... ¡En absoluto no va conmigo!. Yo sólo digo que me juzguen por mis obras. ¡Dios mío... que no son todas deleznables!».
La hora, el vacío del salón, el silencio... El presidente se ha vuelto de perfil y mira a un punto perdido en la cristalera del salón. Baja la voz casi hasta el murmullo. A veces inclina la cabeza y la balancea lentamente. Fuma y se pasa la mano por la frente... mientras, enlaza los pensamientos hilvanados con alguna pausa. Sólo cuando el ensimismamiento amenaza con prolongar su silencio yo intervengo, apenas, con alguna frase corta; como dándole el pie para que avance en su monólogo. Nada más. Y la voz de Adolfo Suárez continúa al margen de mi presencia.
«Desde luego, el 80 por ciento de lo que se escribe de mí no responde a la realidad... ¿Y qué voy a hacer? ¿Usted sabe lo que supone pasarse el día rectificando? ¡Es horrible! «Quién calla, otorga presidente», suelen decir los periodistas. Pero ustedes comprenderán que si alguien inventa una cosa, y la prensa la recibe como noticia y no la contrasta y la publica, yo no puedo dedicarme a desmentirla... Me faltarían horas para eso».
—Cuando se ocupa un primer puesto, se reciben más críticas que parabienes.
«Sí —admite en voz baja—. Es verdad. Parto de esa base y la acepto. Pero también es verdad que no se puede luchar contra la irreflexión. Es muy difícil que una persona asuma sus propios defectos. Y cuando se los dice alguien que además es presidente del Gobierno, creen que está buscando unos niveles importantes de aprobación personal».
«No se le puede advertir a nadie: usted se equivoca porque no lee; usted se equivoca porque no estudia; no se informa de los hechos... Decir eso es muy grave».
«Nadie lo admite casi nunca. Consideran que es una ofensa personal. Y aumenta todavía el grado de irritación contra mí. He llegado a la conclusión de que es mejor callar. Y es lo que suelo hacer».
La voz es ya un susurro. El gesto y el tono son de fatalidad.
«Yo sé que me he equivocado en muchas cosas. Pero el resultado final es favorable. Si creyera que es cierto en un 80 por ciento lo que dicen de mí, tendría que corregirme. Pero de tantas acusaciones, sólo un 30 por ciento tiene alguna base real... Es verdad que he cometido errores. No hay persona que no los cometa. Pero la mayoría de las veces, no tanto por lo que me acusan: excesiva concentración de poder. Al revés: mi error ha sido no ejercer el poder que legítimamente me corresponde».
«Pues ésa es una acusación cierta. Sobre todo este último año... Y tenía razones para obrar así. Aunque quizás eran justificaciones personales, porque a la vista del resultado no pueden ser justificaciones institucionales...»
«Lo que ocurrió es que hice una delegación de poder y durante siete u ocho meses, en algunos aspectos, no he tenido los hilos de la información. Los he conservado en política exterior, en seguridad ciudadana... pero se me han escapado otros; fundamentalmente en el Parlamento. Ahora, los estoy recuperando a marchas forzadas».
«Reconozco que he cometido un error grave que quiero corregir... Que no sé si seré capaz de corregir... Bueno, ¡estoy seguro que lo corregiré! Tal vez tengo excesiva confianza en mí mismo. Y eso no es bueno...».
—¿Por qué? Estar dispuesto a superar errores y circunstancias adversas es una buena cosa.
«Yo creo estar especialmente dotado para eso... cuando me siento acosado, salgo hacia delante. Pero no es tan bueno. Lo deseable sería mantener siempre el mismo nivel de exigencia personal... Tengo muchos defectos... Muchos. Pero soy consciente de ellos y lucho por corregirlos, no crea. Pero los asumo —sonríe— sé mis limitaciones, pero conozco también mis posibilidades. Y combinando ambas cosas se obtiene un producto más o menos aceptable... visto lo que abunda en la clase política española y en la internacional».
«Pues verá... Al principio, en mis primeros contactos internacionales, me impresionaba conocer a aquellos políticos que siempre había admirado...»
«!No...! —niega, lentamente, con la cabeza—... No me deslumbré. En absoluto. Al revés: fui creciéndome yo mismo. Y empecé a sentir una gran preocupación por el destino del mundo, en función de las personas que lo dirigen... Al final, he llegado a la conclusión de que los políticos son hombres como los demás. En el fondo, las cualidades que verdaderamente cuentan son las humanas».
«Un político no puede ser un hombre frío. Su primera obligación es no convertirse en un autómata. Tiene que recordar que cada una de sus decisiones afecta a seres humanos. A unos beneficia y a otros perjudica. Y debe recordar siempre a los perjudicados... Gracias a Dios, yo no lo he olvidado nunca. Pero se sufre porque no puedes tomar decisiones satisfactorias a corto plazo para todos los españoles. Aunque esperas que sean positivas en el futuro y asumes el riesgo... Hay personas que no ven a los gobernados uno a uno... Yo los sigo viendo. ¡les veo hasta las caras!»
«Otro requisito indispensable en un político es la capacidad para aceptar los hechos tal y como vienen, y saber seguir hacia delante. Nunca puede sentirse deprimido. Tiene que continuar luchando. Confiar en lo que siempre ha defendido y en los objetivos programados a largo plazo... Pasar por encima de las coyunturas. Porque, a veces, las circunstancias pueden desvirtuar el destino histórico de un país. Y es preferible decir sí a la Historia que a la coyuntura. Yo lucho, intento luchar, contra esas coyunturas».
«Sí —baja más la voz—. Una tensión tremenda... hay que estar dispuesto a aceptar un grado enorme de impopularidad —como en una confesión hecha a sí mismo, arrastra las palabras—. Pero yo estoy dispuesto a eso. Lo estuve desde el primer día en que fui presidente».
«Hubo una primera época en que el ambiente jugaba a mi favor. Y yo no opino, como muchos, que el pueblo español estaba pidiendo a gritos libertad. En absoluto, El ansia de libertad lo sentían sólo aquellas personas para las que su ausencia era como la falta de aire para respirar. Pero el pueblo español, en general, ya tenía unas cotas de libertad que consideraba más o menos aceptables... Se pusieron detrás de mí y se volcaron en el referéndum del 76, porque yo los alejaba del peligro de una confrontación a la muerte de Franco. No me apoyaban por ilusiones y anhelos de libertades, sino por miedo a esa confrontación; porque yo los apartaba de los cuernos de ese toro...»
«Cuando en el año 77 se consolida la democracia y las leyes reconocen libertades nuevas, pero también traen aparejadas responsabilidades individuales y colectivas, empieza lo que llaman el desencanto... ¡El desencanto! Yo no creo que el pueblo español haya estado encantado jamás. La Historia no le ha dado motivos casi nunca».
«Tuvimos que aprender que los problemas reales de un país exigen que todos arrimemos el hombro; exigen un altísimo sentido de corresponsabilidad. Y sin embargo, los políticos no transmitimos esa imagen de esfuerzo común... La clase política le estamos dando un espectáculo terrible al pueblo español».
—Bueno, yo escucho a la gente ¿sabe? y cada día se siente menos representada por sus políticos. Tienen la sensación de que en el Parlamento sólo se juega a hacer política de partidos... Y no se refieren sólo a usted, sino a la clase política en general.
«... Y yo también. Yo también». Balancea la cabeza afirmativamente. Su voz es ahora un murmullo casi indescifrable.
«Es verdad. Somos todos. Somos los políticos. Los profesionales de la Administración... La imagen que ofrecemos es terrible... Vivimos una crisis profunda que no es, en absoluto, achacable al sistema político. Pero la democracia exige a todos una responsabilidad permanente. Si nosotros fuéramos capaces de transmitir al pueblo ese sentido de responsabilidad, si lo tuviéramos perfectamente informado, el pueblo español asumiría todo lo que supone la soberanía ciudadana».
Se ha hecho el silencio. Por fin, Adolfo Suárez está solo con su pensamiento.
—Señor Suárez, usted ha hablado de actuar siempre con perspectivas históricas, de sacrificar el presente en aras del futuro... ¿Espera también encontrar su compensación en la Historia?
«No. Yo no tengo vocación de estar en la Historia. Además, creo que ya estaré; aunque sólo ocupe una línea. Pero eso no compensa... Hoy, ahora, tengo la satisfacción de poder seguir haciendo lo que debo hacer... Y no siempre ha sido así... Mi mayor preocupación actual es la convivencia. La democracia puede ser más o menos buena, pero lleva en sí unos altos niveles de perfeccionamiento. Y la perfección máxima consiste en la convivencia perfecta. Hay que crear las condiciones necesarias para que los españoles convivan por encima de sus ideas políticas; que las ideologías no dañen las relaciones de amistad, de vecindad».
«Sé que es un objetivo posible; estoy convencido. Y si lo conseguimos, habremos hecho una labor histórica de primera magnitud. Por fin habríamos acabado con todas las previsiones de enfrentamientos históricos. La transición española dará un ejemplo al mundo».
«El símbolo, para mí, es que sean amigos personas de partidos diferentes, pero amigos. Que por la mañana puedan ir a votar juntos, y después sigan charlando y discrepen, pero civilizadamente. Que no traslademos al país nuestro rencor personal. Que no ahondemos con diferencias políticas las diferencias regionales y económicas que ya existen. Diferencias que, además, tampoco son insalvables... ese es mi auténtico objetivo. Esa sería mi compensación».
«Creo que la Historia de esta época sólo será objetiva cuando pase mucho tiempo. Pero ahora, de inmediato, se verá afectada por las propias posiciones personales. Yo escucho y leo muchas cosas que se han escrito en los últimos cuatro años... !Y hay una cantidad de inexactitudes y de errores de perspectiva!... Cualquiera sabe lo que dirá la Historia dentro de 30 o 40 años... Por lo menos, pienso que no podrá decir que yo perseguí mis intereses.
—¿Qué pesa más: las insatisfacciones o la alegrías?
«Es muy difícil de calcular. Los hechos no son tan simples. Si examino una situación y pienso que algunas cosas van por el camino que pretendía... entonces tengo una alegría enorme. Tuve una gran satisfacción en el año 76; y la he tenido con algunos textos legales que han salido como queríamos; y con esa convivencia que, pese a todo, se está dando en el Parlamento...»
«Insatisfacciones... muchas. Ingratitudes, más bien diría que muchísimas... Bueno, ingratitud no es la palabra exacta, aunque las he recibido. Lo malo es la incomprensión. ¿Usted sabe las cosas que han dicho de mí? Personalmente me afecta poco lo que digan... pero me preocupo por mi hijos. Por si un día llegan a creer que su padre era todo eso que se escribe en la prensa...
«Sí. Me ha producido ratos amargos, cansancios. Ha habido momentos terribles».
—Y los superó...
«Pero resisto. Yo suelo decir que me he empeñado en un combate de boxeo, en el que no estoy dispuesto a pegar un solo golpe. Quiero ganar el combate en el quince round por agotamiento del contrario... ¡Así que debo tener una gran capacidad de aguante!... »
«Es una imagen que refleja bien mi postura. Si en mis decisiones públicas hubiera un pequeño ingrediente personal —el más mínimo— derivado de las ofensas que he recibido, en ese mismo instante me marcharía. Porque estaría cometiendo los mismos errores que se han cometido históricamente. Caería en las equivocaciones de esos políticos que, por razones personales, llevaron a España a enfrentamientos muy graves».
«A veces cuesta un gran esfuerzo mantener esta actitud... A mí me han estado insultando de una forma tremenda... Y yo he seguido saludando con el mismo gesto, con la misma intención, hasta con el mismo afecto, a la persona que me insultaba...»
«Eso es tener un cierto sentido de responsabilidad —de nuevo su voz se vuelve hacia sí mismo—... de responsabilidad histórica... que la da el cargo. Yo he sido siempre un hombre responsable».
«Y también me influye la ilusión que conservo. La ilusión de que es posible conseguir lo que me había propuesto. Los políticos se rinden, a menudo, porque no ponen todo el esfuerzo necesario para alcanzar la meta; porque priman los objetivos a corto plazo. Pero yo todavía tengo una enorme ilusión. La misma que tuve toda mi vida».
—¿Toda su vida?... ¿Cuándo pensó que sería jefe de Gobierno?
«Siempre. Lo comentaba incluso con los amigos».
—¡Qué curioso!... Es raro que se cumplan los sueños.
«Sí. Pero eso satisface el primer año. Después, no te llena lo suficiente, porque entran en juego otras cosas más importantes».
«Se me acusa de ser un hombre ambicioso... ¡Pero ¿es que nadie se ha parado a pensar que ya se han cumplido todas mis ambiciones personales? Todas. No me falta ni una... ¿Y usted cree que el poder, por sí mismo, satisface a quienes lo poseen?»
—Pues si no satisface, por lo menos apasiona ¿no?
«Desde luego es apasionante... apasionante». Su afirmación queda flotando en el aire.
«...Y no digo que el poder no satisfaga, lo que quiero explicar es que por sí mismo no puede justificarse. El poder sólo se justifica en función del cumplimiento de unos objetivos, por supuesto no personales. Además, yo no he disfrutado las compensaciones personales que el poder comporta. Nadie puede negar que soy un hombre volcado en mi trabajo; no se me ve en cócteles ni en cenas, ni en ninguna de esas facetas agradables de la vida pública... Paso el día estudiando documentos, leyendo expedientes, analizando acontecimientos. Despacho los asuntos urgentes... Recibo visitas; me entrevisto con economistas, con especialistas en los temas que me preocupan. Procuro hablar con las personas que tienen una opinión diferente a la mía para ahondar en sus razones... Son muchos deberes. Mi primera obligación es convencer. Tengo un partido político que apoya mi gestión. Y no puedo decir: esto se hace así porque yo lo he decidido. Vivo convenciendo...»
«Soy un hombre inquieto»
—¿Por qué? ¿Por una constante tensión nerviosa?
«Bueno, yo soy un hombre inquieto, vital... Pero me domino muy bien».
Lo observo. La mirada, directa. El apretón de manos, firme. Las palabras, ahora que ha vuelto de su mundo interior, decididas. Es un hombre segurísimo, convencido.
«Lo he pasado muy mal. Pero cuando uno ha sido cocinero antes que fraile, y ha conocido muchas situaciones, aprende a dominarse».
De nuevo vienen a advertirle de la hora. Les preocupa el programa de mañana: «presidente, tiene que madrugar...»
—Si está cansado lo dejamos, señor Suárez.
Se pasa la mano por los ojos.
«Estoy un poco cansado... Sí».
—Seguiremos en otro momento, ¿no? En realidad me quedan por hacerle todas la preguntas....
«Por supuesto —me tranquiliza—. Además, hemos quedado en que esta entrevista la haremos en varias ocasiones».
Un día después, en el vuelo de vuelta a Madrid, lo miro mientras habla con los periodistas. Tiene algo de pez escurridizo. Con la cara de frente, los ojos miran de perfil. Parece inmóvil, pero se escapa.
En cambio, la noche anterior el cansancio, el silencio y la soledad sacaron a flote otro hombre agotado. Me faltó preguntarle si al final de la jornada siempre repasa los buenos y los malos momentos, si reflexiona y hace autocrítica.
Todavía en el avión, en un momento de distracción general, me promete bajito: «Seguiremos hablando. Habrá otra ocasión».
Sin embargo, la ocasión no se presentó o sus adjuntos la impidieron. A saber. No obstante las insistencias de mis idas y llamadas a La Moncloa. Y cuando yo, por compromiso y deferencia, le envié la trascripción de la conversación mantenida en la madrugada de Lima, sus consejeros dilucidaron y discreparon si se debería o no publicar. A pesar de Josep Meliá o del apoyo de Chencho Arias, triunfó el no «porque el presidente no puede ser tan sincero».
Pero el hecho es que lo había sido. Demasiado sincero. Y la entrevista quedó encerrada en un cajón y en mi «debe» indignado. Ahora, releída con la serenidad sabia que dan los años, reconozco que un presidente no podía ser públicamente tan sincero. Pero ahora también, cuando le llueven los homenajes y las nostalgias, creo que es bueno que quienes lo criticaban tanto, de los que se dolía, o todos los demás que apenas lo han conocido sepan cómo pensaba y cómo se sentía.
Por aquella época, y al final de algún segundo encuentro, Adolfo Suárez, todavía presidente, me dijo: «Es usted la única persona en España con la que estoy en deuda. Le debo una entrevista».
—Y si no, publico ésta.
«Y si no, en su día, publica ésta...»
Dos meses después dimitió.
Palabras para la Historia
Quien habla en esta entrevista es un hombre de Estado a ratos amargo, harto de encajar golpes, atacado con una saña desmedida, desengañado con la clase política y duro con la Prensa. Una insoportable tensión política y emocional que vuelca en una conversación sin ataduras. Tanta sinceridad, por lo visto, pareció inconveniente a algunos de sus consejeros, que pidieron que se archivara la entrevista. Pero, cuando se cumple el 75 aniversario del hombre que lideró la transición, creemos que no hay mayor homenaje que la publicación de estas confesiones. El lector va a sentir una cierta nostalgia ante un presidente que asegura no tener «vocación de estar en la historia», pero que levanta el vuelo por encima de sectarismos y políticas chusqueras. Suárez se sitúa en la «Historia», porque, como él mismo dice, no le interesa «la coyuntura», sino los principios. Y sus palabras pueden enseñarnos mucho en estos tiempos de «coyuntura»