En verano hay muchos cursos de verano, y esto es una verdad como un templo para la que basta con un poco de percepción sensible. En verano hay cada vez más cursos de verano, siendo ésta otra verdad a la que se accede con la herramienta anterior. Los cursos de verano tienden a adquirir identidad propia, tal como manifiestan rectores y gestores de los mencionados cursos de verano, de modo que podemos dividir los cursos de verano en categorías que dependen de la pretendida y en ocasiones gratuita identidad.
El primer grupo podría denominarse, si otros estudiosos no se han adelantado, de mar y playa. Suelen estar repletos de disciplinas salobres que dejan pasar la brisa y la espuma a través de los labios de un orador que ofrece conversaciones de chiringuito, emociones empapadas de aftersun y horizontes más abiertos que los del océano.
El segundo reúne en un mismo propósito los de montaña y los de ciudad histórica. Se pide aquí el recogimiento y la disciplina para involucrarse en materias que no merecen lugar en los programas oficiales de estudio, siendo el estío y la sombra que recogen las cumbres y las colegiatas una justificación solemne de una actividad fútil.
En estos dos tipos, el dinero y la soledad por un lado, o sea, el estipendio y la necesidad de hacer amigos que más tarde o más temprano promoverán iniciativas en cualquiera de las categorías, proporcionan el estímulo de la empresa.
Hay más tipos, pero ya me he cansado. Aporten ustedes mientras se duchan bajo el chorro de aire acondicionado o bajo los refrescantes susurros de quien les ama y de paso, ligeramente inclinados sobre su persona, les protege de los rayos.
Por mi parte, me detendré apenas en uno, al que quizá no fuera equivocado llamar de ejercicios espirituales. En estos cursos de verano, montados generalmente por una congregación que profesa una misma fe, y no tanto una fe como una parte acérrima de ella, se dan cita los miembros consagrados y nadie más que ellos con el objeto de escuchar lo que ya saben, de escucharlo durante días y noches, encogidos por el fervor que traían de casa y que allí depositan, con las palabras de siempre, como si fuera nuevo. Uno tras otro van desfilando los discursos que, por una perversión de la espiritualidad en este universo transparente de la comunicación, no sólo ellos conocen, sino que los conoce el mundo entero a fuerza de haberse repetido allí donde cualquiera quisiera escucharlos e incluso allí donde el paseante inadvertido resbaló sobre ellos como sobre una cáscara de plátano.
Ni idea de quién les hablo. A que no.
sábado, julio 16, 2005
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