domingo, noviembre 13, 2005

ENFERMEDAD PLANETARIA

MIJAIL GORBACHOV, ex presidente de la URSS
Traducción: Libertad Aguilera © La Stampa

Los gravísimos desórdenes que sacuden Francia, su extensión, su carácter de epidemia, imponen una reflexión que va más allá de las fáciles recetas políticas ligadas a la inmediatez de las noticias. Yo veo los síntomas de una enfermedad planetaria. El hecho de que se manifiesten con tanta virulencia en la muy cívica Francia no nos debe hacer perder de vista el cuadro general en el que se inscriben.

Si levantamos la mirada descubriremos que las oleadas de inestabilidad afectan a muchas otras zonas del mundo. Las raíces del problema no deben buscarse tanto - o sólo- en los errores cometidos por los países desarrollados en la gestión de las políticas migratorias, mejor dicho de las oleadas de inmigrantes que los embisten, sino más bien en el vertiginoso crecimiento de la desigualdad global que ha aumentado sin cesar en los últimos veinticinco años. La última generación se ha criado en esta desigualdad creciente, y los dirigentes de los países ricos se hicieron ilusiones de que millones y millones de personas se adaptarían a la situación. Ahora empezamos a ver que el crecimiento descontrolado de la riqueza de pocos ya no es aceptado por las masas pujantes de pobres, o por aquellos que acaban sintiéndose pobres (aunque con los baremos del pasado no lo serían) frente a la ostentación de la riqueza de los ricos, que es percibida como una ofensa.

No es casualidad que acaben pasto de las llamas los símbolos de la civilización de consumo y que, al mismo tiempo, la lucha política y sindical, que en otros tiempos era la norma, haya sido sustituida por el ejercicio de una violencia que aparentemente no tiene otro objetivo que la destrucción.

Echemos un vistazo a cómo ha terminado la reciente cumbre panlatino-americana: un clamoroso fracaso tras la constatación de contradicciones incurables que han obligado al presidente de EE. UU., George Bush, a abandonar la reunión sin haber obtenido nada, acompañado del evidentísimo disentimiento de los dirigentes de Brasil, Argentina y Venezuela, es decir, de los tres mayores países del continente latinoamericano. En este caso, el contraste entre ricos y pobres se ha manifestado no en la forma de guerrilla urbana, sino en una ruptura política que no tiene precedentes en la historia de las relaciones interamericanas.

Y solamente estamos hablando del mundo occidental, donde en apariencia parecen estar en vigor los mismos principios. Pero si volvemos la mirada un poco más allá, no es difícil ver una zona en la que viven más de mil millones de individuos que se sienten - o eso les parece al menos-, relegados a los márgenes del proceso histórico, apartados, humillados, ofendidos. Hablo, evidentemente, de los países islámicos. Que, para más inri, son los herederos de aquellos que durante 1.500 años ejercieron una enorme influencia sobre el curso de los acontecimientos mundiales y sobre la cultura de todas las civilizaciones vecinas, incluida la europea.

Tengo la impresión de que lo que está sucediendo en Francia podría repetirse y multiplicarse en toda Europa. A decir verdad, aunque yo no creo que pase, se dan todas las premisas.

En primer lugar, éstos son evidentemente los frutos amargos de una grave deficiencia de las políticas de acogida migratoria que siguieron al fin del sistema colonial. Francia, que además había acumulado gran experiencia tras la tragedia de la guerra argelina, parecía haber logrado un modelo de integración adecuado y que funcionaba. Ahora vemos que las cosas no eran así exactamente y que la condición social de las masas de inmigrantes había quedado muy atrás, tanto respecto a las condiciones de los ciudadanos de primera clase, como a las expectativas maduradas entre los ciudadanos de segunda. El problema de la justicia y la igualdad al final ha estallado como una bomba de efecto retardado.

Pero como he dicho al principio, este aspecto del problema sólo es una parte de él y no la más grande. El hecho es que el libre flujo de capitales,que ha abierto e inaugurado la era global, no podía a la larga no comportar también un inmenso flujo de hombres y mujeres. Bastante menos libre,bastante más obligatorio, trágico, sin frenos. Y los recién llegados son distintos de los viejos: conocen - porque lo ven en televisión- todos los reclamos que se presentan como obtenibles, al alcance de la mano, pero lo que experimentan es que no los pueden obtener ni ahora ni nunca. En esto se parecen bastante a quienes, en los países occidentales, fueron durante un tiempo ciudadanos de primera clase y a los que ahora los ricos están arrebatando su ciudadanía (o la esperanza de obtenerla, antes o después). Lo demuestra el hecho de que, en los desórdenes, se encuentren implicados miles de jóvenes franceses, me refiero a los de piel blanca.

Y también quiero decir algo sobre Rusia. No creo que Rusia esté amenazada por una guerra con el mundo islámico. Rusia es desde hace siglos un mundo de mundos, de pueblos y culturas. Con todo, los dirigentes políticos rusos no pueden huir, ni siquiera ellos, de la lección del tiempo. También entre nosotros está teniendo lugar una tensión creciente, que se manifiesta en formas de desprecio hacia las otras nacionalidades. Sería un error infravalorarlas. Porque también en Rusia, como en todos los demás lugares, se encontrarán rápidamente, si es que no se han encontrado ya, especuladores irresponsables que querrán utilizar estas tensiones en su propio beneficio.

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